miércoles, 15 de febrero de 2012

He perdido la cuenta

La otra noche tuve un sueño. Rara vez me acuerdo, pero esta vez se me quedó la impresión grabada y no me la he quitado pese a que los detalles se van desdibujando con el tiempo.

Iba conduciendo por una carretera que atravesaba un paisaje abrupto, montañoso, lleno de curvas, bajo una copiosa lluvia. Estaba tan oscuro por los nubarrones en el cielo que tenía que llevar las luces encendidas, y aún así no llegaba a ver bien la carretera. Me dolía la cabeza, los ojos, el cuello... por el esfuerzo de no salirme del camino trazado. De pronto me encuentro delante de una gran montaña en forma de picacho, con la boca de un túnel excavada en su parte inferior, igual que en los dibujos animados de la Warner, por donde sempre consigue escapar el Correcaminos, solo que en esta ocasión, se trata de un lugar más parecido a Transilvania.

Entro en el túnel, y la opresión de la oscuridad es casi insoportable. Tengo miedo, pero no se a qué, ni por qué motivo. Mis ojos jaquecosos empiezan a vislumbrar un punto brillante al fondo del túnel. Se va haciendo cada vez más grande y luminoso, mientras la tensión en mi cabeza va creciendo más y más.

Llego bruscamente a la salida del túnel, y puedo ver un paisaje inexplicablemente distinto, soleado, de suaves llanuras y colinas redondeadas, tapizadas de hierba nueva y verde. Ya no me duele nada, la sombra de los árboles que bordean la recta carretera hace que mis ojos descansen. No siento el esfuerzo de conducir por un camino tan recto y ancho... es como dormirse en un mullido colchón acariciada por un sol de primavera.

Tuve que despertarme y darme cuenta de que mi cerebro estaba intentando explicarme a su modo lo pasado estos días.

El tercer día de la dieta fue muy complicado. Me levanté con el tiempo justo para hacer mis cosas, y, como suele pasar, precisamente ese día tuve los clásicos tropiezos de "-mamá, necesito que me firmes unos papeles..." "-y yo necesito dinero..." "-y por cierto, te he dejado mi cuarto hecho una leonera pero necesito que me laves la ropa y recojas el desayuno que no me da tiempo a meter en el lavavajillas, y..." ¡Socorro!

En circunstancias normales, me hubiera saltado el desayuno (el mío, no el de recogerlo todo, firmarlo todo, dar dinero y solucionarle los problemas al personal menudo de la casa) y me hubiera ido a trabajar comiéndome una chocolatina y unas galletas de la gasolinera. Pero este día era especial, era mi tercer día a dieta, y tenía que tomarme mi preparado y mis suplementos. Lo cual significaba comer y correr. Y así lo hice, solo que después de correr al coche y comer, mejor dicho beber, un batido de chocolate en la autopista y tragarme las cápsulas a toda prisa con un botellín de agua (¡bendita gasolinera!), empecé a encontrarme muy pero que muy malita.

El dolor de estómago me estaba matando, y a duras penas conseguí llegar al trabajo. Estaba metida en el ascensor, afortunadamente sola, cuando una náusea incontrolable me hizo vomitar. Por una décima de segundo tuve el pensamiento de hacerlo dentro de mi bolso, pero afortunadamente, no me dio tiempo, y todo fue al suelo y a mis zapatos, pantalones... No era una imagen bonita.

Después de esta entrada triunfal en la oficina, mis compañeros y algún que otro jefe medianamente sensible (todavía hay algunos, oiga) me ayudaron a solucionar el desaguisado, a localizar algo para limpiar el ascensor y sobretodo, a que encontrara un momento para reponerme de la vergüenza. Por fortuna, tras el incidente me encontraba bastante mejor, y pude trabajar como siempre.

El almuerzo no fue problemático, y a la hora de la comida estaba confiando en que lo de la mañana fuese un hecho aislado. ¡Pobre ilusa! Ya me había advertido mi doctora que las cápsulas podían tener un efecto parecido, y me tomé la precaución de esperar media hora después de la comida para tomármelas. En apariencia funcionó, pero a medida que pasaba la tarde me sentía más y más mareada, con una jaqueca que no es nada propia de mí, y sobre todo, con ganas de vomitar de nuevo.

A partir de la merienda ya no podía más de cansancio. Solo pensar en comer me hacía tener arcadas. Sólo pensar en hacer cualquier tarea me parecía un esfuerzo imposible. Pero impossible is nothing como dice la publicidad, y me tuve que currar la cena y la comida del día siguiente antes de arrastrarme bastante literalmente hasta la cama y dormirme en brazos del ibuprofeno.

jueves, 9 de febrero de 2012

Día D+1

O séase, segundo día a dieta.

Me levanto de la cama muy estupenda, con ganas de desayunar, como siempre, y menos ganas de trabajar, también dentro de la normalidad.

Me planto delante de mi té con polvitos que parecen -pero no son- leche, y el primer sorbo me sabe a hierro oxidado. -Mmm, qué raro- me digo a mí misma; sin embargo, el segundo sorbo está igual de malo.

Esto ya no es normal. Adoro el té con leche, lo hago perfecto, igual que Lady Grantham en los salones de Downton Abbey, y me tomo mi tiempo para degustarlo. Le soy más fiel a mi marca de té que al tinte de la peluquería, y aún así... no me está gustando.

Ni que decir tiene que renuncio a mi zumito (¡lo siento Coloraos!), mis tostadas con mantequilla y mermelada, pero a cambio me he hecho un pancake con mermelada que promete. Me tomo todo todito todo lo que me manda mi doctora. Estoy bien, me digo, no tengo hambre. No estoy lo que se dice satisfecha, pero me vale.

Lo cierto es que el combustible no me llega hasta la hora del almuerzo. No han pasado dos horas y estoy mirando al reloj para ver cuándo me puedo tomar la siguiente comida. ¡Paciencia!

A medida que el día pasa, me voy notando cada vez más floja, más cansada, y aunque he ido adelantando los horarios de comida un poquito (tengo margen entre 2 horas y media y 5 horas entre comidas), la verdad es que para la hora de la merienda me doy cuenta de que me concentro mal, me duele la cabeza, y me muero por cenar, aunque sean sólo las siete de la tarde.

Hoy sí que tengo que cenar en cuanto llego a casa. Suerte que tenía todo preparadito y he despachado un bol de ensalada aliñada con spray de vinagreta, -si a eso se le puede llamar aliñar-, y un plato de puré de verdura sabroso pero más aguado que la sopa del convento; ¡benditas patatitas, quién os pillara!

He sido obediente, y me he tomado mis cápsulas con un vaso de agua, y de postre, para culminar el día, ¡chocolate a la taza! No es como el que yo hago en casa para los chavales (y de paso, para mí), pero bien endulzado con mi aspartamo de cabecera, y calentito, entra muy bien.

... y para el dolor de cabeza: tortilla de ibuprofenos y ¡a la cama!

martes, 7 de febrero de 2012

El día D

Al contrario que aquel en el que se produjo el desembarco de Normandía, en mi personal día D se produce, en primer lugar, el embarque de mi mayor apoyo moral para todas mis aventuras. Jim acaba su permiso navideño y yo me quedo frente a frente de mi caja de preparados para empezar la dieta, mirándonos a los ojos, pensando  quién de las dos vencerá al final...

El primer día ha sido normalito, tirando a bueno incluso. Marc me hablaba del efecto Placebo, que hace que creamos obtener efectividad de un tratamiento inocuo, solamente por el efecto de la sugestión. Yo estoy totalmente chutada de placebo. Me siento ligera, y a medida que pasan las horas, más motivada que nunca.

Después del desayuno con un té solo y unas galletas proteinadas riquísimas con sabor a "flor de naranja" (suena bien ¿eh?) me he ido a trabajar pertrechada de sobres, tetrabrics, botellin, coctelera y mi hoja de instrucciones. Confieso que me he levantado con tiempo suficiente de la cama para no tener que ver a mis hijos desayunando cacao caliente, pan con mantequilla y unas deliciosas naranjas recién traídas por nuestro proveedor oficial desde Murcia. La envidia es un plato que se sirve a todas horas...

Una vez en el trabajo, me he encontrado en la disyuntiva de volverme (aún más) antisocial y no participar del cafelito de máquina, que es ya una institución en nuestro establecimiento, o arrostrar con confianza el temporal de preguntas sobre mi nueva bebida de pera con stracciatela.

Y como me conozco, y no soy un marinero valiente, he optado por fingir un trabajo indemorable para disfrutar en la soledad de la cocinilla de las pepitas de sucedáneo de chocolate de mi tentempié de media mañana, -mmmm-, sin dar explicaciones a nadie. ¡Rico!

Gracias a mi perfecta planificación del día, he sido capaz de escaparme al súper más cercano y me he comprado una ensalada verde envasada para comer, que he culminado con un postre de -redoble de tambores, por favor-: ¡arroz con leche! Esperaba algo mejor, pero cuando he alcanzado el nivel óptimo de cremosidad y dulzor añadiendo agua y aspartamo, me he conformado sin la oportuna canela. Nota personal: comprar un botecito y dejarlo en la cocinilla.

Me doy cuenta de que estoy tan pendiente de lo que tengo que comer y no, de los intervalos que pasan entre colación y colación, que no tengo tiempo de pasar hambre. ¡Muy bien, -me digo a mí misma-, esto marcha!

Los preparados son un elemento crítico. Hay que elegirlos bien, pues algunos parecen ricos hasta que los pruebas y te desilusionan, pero en general, son tolerables y muy variados. Y además yo tengo la gran ventaja de que como de todo, y todo me gusta, no pueden decir lo mismo otros cuyos comentarios he leído en los foros. ¡Pobrezucos!

Para cuando llego a casa, me siento cansada. En el coche, ya de regreso, estaba un poco espesa y por poco me paso mi salida de la autopista. Nada muy distinto de otros días, en los que trabajo muchas horas y no puedo casi ni comer. La diferencia es que no me he comido las gominolas del cajón ni la chocolatina de la gasolinera para recuperarme. Y además sigo estando ultrapendiente de mis sensaciones.

Ya en la cena me he puesto algo ansiosa. Tenía que preparar la de los niños y luego la mía (una buena ración de verdura cocida), pero no he tenido paciencia, y me he comido la ensalada del mediodía, que pensaba guardar para mañana. Cambio de planes, pero manteniendo el rumbo. Bien por mí.

Otra nota personal: Primero como yo y luego el resto, que ya son mayorcitos para esperar y/o ayudar a preparar su cena.

En la cama, mientras hablo con Jim por teléfono para ponernos al día, me doy cuenta de que el hambre reside en la cabeza.

Mañana será otro día.

viernes, 20 de enero de 2012

Las Bacanales

Dice mi cuñado Marc que las peores guardias del año son las de Navidades, que es cuando las urgencias se llenan de comas etílicos, peleas (familiares o no) y quemados. Y la causa de todas esas cosas es lo mucho que bebemos en Navidad.

Hace años, en esta comarca se comía un cardo o una coliflor, un capón cebado y una compota de frutas, y el que tenía un pariente en Alicante probaba los turrones.Las familias se levantaban de la mesa para ir a la misa del gallo y luego a cantar villancicos y a dormir. Los que podían tomaban una copita de champán, y el resto buena sidra casera.

Ahora son fiestas gastronómicas en que se gastan cifras astronómicas (horror de rima) en manjares y bebidas que no probaremos el resto del año, y cuyos precios se duplican precisamente en estas épocas.

¿Cómo íbamos nosotros a ser diferentes?

En los días señalados, tenemos la costumbre de reunirnos para ir "calentando motores" con lo que hemos dado en llamar un "aperitivo ilustrado", que puede comenzar a las dos de la tarde y nadie sabe cuándo puede acabar, a menudo justo antes de la cena. Como es natural, para cuando llega el verdadero banquete, las alcoholemias están bastante disparadas.

A la hora de sentarnos a la mesa, la anfitriona y sus ayudantes, (las hermanas, claro, nuestro Juan se queda fuera) ocupamos los puestos estratégicos más próximos a la cocina, para ir yendo y viniendo con bandejas, fuentes y platos variados. El resto se colocan en torno a dos polos totalmente divergentes: los varones alrededor del patriarca, y las mujeres alrededor de las abuelas. Esta regla tácita rige tanto para adultos como para no tan mayores, y los nietos -nuestros hijos-, en cuanto pueden abandonar la odiada "mesa de los niños" con el pasaporte de la adolescencia, ocupan junto a sus padres y tíos sus puestos de casi hombres y mujeres.

Es inevitable que cada año haya más jóvenes en torno a mis padres y abuelas, y que, animados por ellos, busquen situarse en lugares cada vez más próximos a la "autoridad competente" de cada sexo. Como también es inevitable que algunos se vayan quedando desplazados hacia el centro de la mesa, en tierra de nadie, pues coincide con la localización de quienes nos levantamos a servir, y de quienes parecen no servir para nada.

Y este hecho es el que genera, curiosamente, más roces en estos días: la colocación de los comensales. Este año, animado por la desinhibición alcohólica de un aperitivo opulento, uno de mis cuñados se pasó la comida de Nochevieja quejándose amargamente del supuesto agravio comparativo que estaba sufriendo en beneficio de un sobrino mequetrefe que había osado sentarse a la derecha del presidente de la reunión, -mi padre-, sin tener aún suficientemente tupida la barba. Al parecer, su ubicación le impedía tener acceso a las mejores viandas, las calientes le llegaban frías y las frías... acaso no le llegaban. El vino de su lado de la mesa no era tan bueno como el del otro lado, y por lo visto, lo mismo pasaba con la compañía. Todo esto iba siendo comentado de modo cada vez más descarado, mientras la sufrida esposa callaba, asentía y quizá secretamente también ¿aprobaba? Pero en ningún caso se oponía.

Cuando ya sus comentarios estaban siendo demasiado audibles e impertinentes para un invitado en cualquier convite, mi diplomático Jim, en connivencia con Juan y Marc, iniciaron un despliegue estratégico para neutralizar a nuestro ebrio cuñado, sin permitir que nadie en los extremos de la mesa se llegara a percatar de la situación.

Es una gran suerte estar rodeada de inadaptados. En muchos momentos salvan la paz familiar sin recibir el crédito que se merecen por ello.

Y todo sin dejar de ser unos bellos inadaptados. ¡Va por Ellos.!

jueves, 19 de enero de 2012

Sobrevivir a la Navidad

Estas vacaciones navideñas han sido muy moviditas.

Jim entró con aire triunfador en escena (en la cocina), donde una Alicia sudorosa preparaba la cena de Nochevieja arrepintiéndose, dicho sea de paso, como cada año en los últimos cinco, de haberse ofrecido a colaborar en los festejos familiares.

Una cosa es ejercer de ama de casa medianeja y otra competir con Doris Day  en el día de Acción de Gracias mientras trabajas diez horas diarias y en tus ratos libres disfrutas muy entre comillas del ocio de tu pareja, que casualmente, está de perfectas vacaciones, igual que los villanos de tus hijos, quienes se encuentran permanentemente en paradero desconocido, salvo para comer y pedir dinero.

Jim quiere que vayamos juntos a todas partes, y ha hecho planes pormenorizados para ir al cine, a cenar, a una exposición de un amigo suyo de cuando vivía aquí, con los niños de compras y con la familia a los tradicionales aperitivos pre-navideños. Todo ello encajado en mi horario libre como las piezas de un puzzle de psiquiátrico -o sea, a presión-. Pero no cuenta con que el 31 de diciembre, noche de San Silvestre, mi menda se ha comprometido a dar de cenar a 23 personas, entre padres, cuñados y hermanas, sobrinos, abuelas, hijos y marido. Y la cena en cuestión tiene que ser el Hito Culinario Del Año. Por la gloria de madre, que lo tiene que ser.

Me gusta cocinar, con ópera a ser posible, y con muuuucha calma. Soy una auténtica artesana de la cocina, y lo disfruto..., salvo cuando cocino bajo presión. Es decir, yo de hostelera, ni de broma. Considero que es un gremio loable que tiene ganado el Cielo, por lo mucho que trabajan y por los horarios en que lo hacen. Yo, que por culpa de los míos tengo bastante con sobrevivir día a día a las compras cuando están cerrando, a no tener en casa más que congelados y conservas, a tener la olla a presión en el pluriempleo... he de echar mano de todos mis recursos organizativos para ir cocinando con tiempo los diversos platos fríos y calientes, encargando lo de última hora y previendo alternativas cuando en el mercado desaparecen esos productos que habías pensado utilizar. El mes de diciembre es para mí como el mes anterior al examen de oposición de un candidato a notario... que se ha presentado varios años seguidos.

Y como era de esperar, la tenemos. La discusión, quiero decir. ¿Por qué los hombres no entienden que todo eso que se pone en la mesa y que tanto les gusta lo hemos tenido que preparar antes en algún momento de nuestra ajetreada jornada? Sin embargo, él es muy cocinillas, y de vez en cuando prepara unos platos estupendos, por lo que que si yo no hubiera estado tan susceptible desde el principio, quizá hubiera conseguido convencerlo de que me ayude un poco o un mucho, sin tanto desmelene.

De modo que finalmente yo sofocada y él flemático, le damos un giro al problema y llegamos a un acuerdo de cooperación. La paz se rubrica a continuación con un besito y una copa de vino blanco.

Lo cual me lleva al otro asunto navideño: bebemos. Y bebemos alcohol. Y encima mucho.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Tiempo de silencio

Me estoy dando un tiempo estas navidades para reflexionar sobre lo que me propongo hacer, para tomar fuerzas y ganar en motivación... todo esto mientras navego por las webs de gastronomía y recetas (mis favoritas, para qué negarlo), recopilo información sobre precios de productos de temporada y pateo tiendas y mercados para conseguir un pavo, un buen pescado y un sinfín de exquisiteces con las que agasajarnos por el nacimiento de un niño pobre en un perdido pueblo una noche oscura (que es lo que hacía falta para que se viera al cometa Haley, que si llega a haber luna llena, va a ser que no hay Reyes Magos, ni Olentzero, ni similares localistas, sólo nos quedaría el bueno de San Nicolás, que era obispo y ni siquiera era coetáneo del prota de la película).

Para los de la Logse, San Nicolás es Papá Noel o Santa Claus (y para mi chico, quien todavía cree en un señor gordo de rojo y con barba blanca que va a bajar por la chimenea, -será la de ventilación del cuarto de baño-, para traerle el tablet cuya publicidad encuentro estratégicamente distribuida por toda la casa...)

 Siguiendo la tradición, yo tendría que estar súper estresada con las compras, la cocina y la organización. Nuestro clan, como muchos otros, reparte la celebración de comidas y cenas entre las miembras de la familia, y Juan, como es un cero a la izquierda matriarcal, se libra de todo el marrón, acude a todos los saraos con un gran surtidos de golosinas y unas cajas de botellas de las buenas, pone su carita angelical y esquiva con flexibilidad felina todo tipo de controversias -típico postre navideño español- retirándose a sus aposentos tras la primera copa.

Sin embargo, lo que más me está agobiando actualmente tiene su horizonte en enero de 2012, y no hablo de la crisis ni de la consabida cuesta de enero, que con el gasto extra de la dieta se notará aún más.

También está la amenazadora sombra de Jim, que me ha emplazado para el gimnasio desde mañana mismo. Me he visto en mallas y deportivas, y he sufrido un colapso (más). ¡Las risas que va a hacer el personal cuando me vea van a ser lo mejor del día de los Santos Inocentes, y eso que no va a ser en el pueblo, sino que hemos buscado un polideportivo lo más masificado posible en la city para que no me suban las pulsaciones ¡por pura vergüenza! Y para más coña, se empeña en que lleve una camiseta que me ha encargado con el lema "Fatty Power".

Empiezo a valorar seriamente la posibilidad de irme a las Misiones o de monja budista al Tíbet o algo así... donde pueda reflexionar de verdad!!!!!!

miércoles, 21 de diciembre de 2011

¡Feliz Nocumpleaños!

Jim ha venido para pasar con nosotros las Navidades. Una de las escasas ventajas de que tu pareja viva fuera es que cuando hay vacaciones suele poderse quedar unos cuantos días, con lo que parece más fiesta, disfrutas más de la compañía, y tienes, de paso, más ayuda en casa.

Como contrapartida, mi santo, que es muy caprichosillo con lo de comer, nos tienta con todo tipo de manjares navideños y no tanto, para celebrar la reunificación familiar. Y yo estoy como Alejandro Sanz, con el Corasón Partío, entre el perder peso y prepararme psicológicamente para la dieta, y el querer desquitarme por adelantado de lo que se me viene encima. Mal empezamos.

El sábado, mientras preparo el té del desayuno, que se ha empeñado que hagamos con huevos, salchichas traídas especialmente de su tierra, y una mermelada de naranja que hace que se me caiga la baba de lo rica que está, anuncio como quien no quiere la cosa que éste va a ser uno de los últimos English Breakfast que voy a hacerles durante unos meses. Y me mira con esos ojazos azules retroiluminados y me dice que no pasa nada, que ya lo preparará él cuando venga a casa.

Me hierve la sangre. ¿Después de todas las conversaciones que hemos tenido en este último mes sobre mis problemas de salud, de peso, las dietas, -rujo, más que digo-, cómo me puede decir que me van a someter al suplicio de verlos comer como Heliogábalo mientras yo me privo de todo?

Pero este hombre no se arredra ante nada. Haberse casado conmigo ya es una demostración de su valor, me lo han dicho muchas veces. Soy una arpía, -pienso-, quiero tener a todo el mundo a dieta para no sufrir tentaciones. Ahora sí que estoy hecha polvo. Jim me consuela. No me tengo que preocupar, comerán muy sanamente para no darme envidia, y a cambio yo he de hacerle una promesa...

¡... Debo empezar a hacer deporte!

Lo siento, me he desmayado.

Cuando me hube recuperado del susto me entró la risa floja. ¿Deporte? -Sí, hiha -(es que no le sale bien la jota)-, deporte, lo podemos hacer para que después de Navidades empieces la dieta más en forma y sin engordar más hasta entonces-.

Lo dice el que va al gimnasio todos los días de la semana. Creo que quiere ser mi Personal Trainer, o séase, mi entrenador personal. Miedito me da. Además, no va a estar aquí con nosotros todos los días. Una vez se acaben las vacaciones navideñas, me encontraré sola ante el peligro, a dieta y metiendo horas en el gimnasio.

¿Cuándo voy a hacer todas las cosas del día a día? ¡Ah! No me daba cuenta de que como no voy a comer más que batidos y pastillas, me va a sobrar el tiempo.

Alicia, ¡cuántas dudas! Tienes más miedo que vergüenza. ¡Y eso que todavía no se lo has dicho al resto de la familia! ¡Pánico vas a tener, pánico!