martes, 29 de noviembre de 2011

¡Que empiece el juego!

He pasado días visitando consultas de todo tipo, e incluso me he atrevido con esas franquicias tan verdes, tan céntricas y tan conocidas que pueden prometer y prometen y me pueden escamar y me escaman.

He ido apuntando mis impresiones mentalmente: 

El Dr. David tiene una consultita pequeña, oscura, con olor a madera y tapicería anticuada. Me habla de dieta y ejercicio físico mientras me leo los innumerables diplomas que penden del tabique tras su brillante cabeza. Este hombre encorvado es un flaco natural. No tengo nada contra los judíos, pero me recuerda vagamente a un Shylock con bata blanca y pajarita, en especial cuando pienso en los cien euros que he tenido que pagar sólo por una orientación previa al tratamiento. No en vano se llama consulta: yo pregunto y él contesta igual a saldo negativo para mi vapuleada economía.

La nutricionista Lorea, en cambio, recibe a sus pacientes/clientes en una habitación amplia, decorada en tonos pastel, bien aireada y luminosa. En su diminuta antesala (apenas cuatro butaquitas color malva) hay varias fotografías de frutas y verduras jugosas y brillantes, demasiado grandes para las paredes que las soportan. Parece que esa berenjena y esos trigueros cubiertos de rocío matutino fuesen a atacar a los pobres adictos al cocido que se sientan debajo. 

En algún lugar entre los bodegones hay un pequeño diploma y varios marcos con los certificados de asistencia a cursos de nutrición y dietética. 

La muchacha es joven, muy, muy, pero que muy joven. Me da cierta pena tacharla de mi lista mental solo por eso, pero cuando hablo con ella tengo la sensación de estar explicándole a mi hija lo complicada que es la vida para una madre de mediana edad. Desisto. Ya se enterará ella cuando le llegue el turno. Y los embarazos. Y la menopausia. Bueno, de eso ya hablaremos. La información es gratuita. Gracias bonita, luego te traigo unos Sugus.

Me meto en el local de la tienda/asesoría dietética/franquicia más próximo a mi oficina. Llamémosle X. Pienso que no hay que descartar ninguna opción, así que me pongo los guantes de goma y la mascarilla y me dispongo a oír sin dejarme convencer, solo por cumplir. De nuevo una nutricionista cuyos títulos no encuentro entre los cientos de productos expuestos que prometen convertir este cuerpo serrano en mojama. Creo que tengo hambre. 

La muchacha habla y habla, y saca y saca botellitas, comprimidos y mejunjes varios. Todos ellos tienen unas bonitas fotos de frutas y hierbas. Miro de soslayo la cantidad de pastillas que propone tomar, y ella, que no pierde detalle, me señala los envases como si fuera corta de vista. Me asegura de que la composición es totalmente natural, no tengo más que leer la por otro lado ilegible letra pequeña. Lo siento, señorita, se me han olvidado las gafas... en el bolso. Tengo la extraña sensación de que que me va a sacar unos vaqueros o una cremita para las arrugas en cualquier momento. ¿No la habré visto yo a ésta en otro sitio? Da lo mismo, como tampoco a ella le preocupa lo más mínimo conocerme, ni pesarme, ni medirme ni nada de nada, nos despedimos al rato tan amigas, hasta que nos volvamos a encontrar algún día, en algún otro comercio.