miércoles, 14 de diciembre de 2011

La Clínica

Ya había visitado más centros de adelgazamiento de los que quería recordar. Con la sensación de que lo que me ofrecían era más o menos lo mismo, envuelto en diferente papel de regalo veía que era cada vez más difícil conectar con los que me trataban de ofrecer sus servicios, incluso cuando la recomendación de amigos o compañeros de trabajo generaba algo de interés. ¡Nunca unas lorzas fueron tan esquivas!

Una noche, contándole a Jim mis incursiones por esos mundos de la dietética, se me ocurrió, -incauta-, hablarle de que solo me quedaba entrar en la clínica ante la que paso mañana y tarde de camino al parking. ¿Otra franquicia? Y él, con su pragmatismo habitual, me convenció de que no tenía nada que perder por entrar, solamente algo de mi (ya de por sí escaso) tiempo.

Y yo, a mi chico, le hago caso, procuro que no se de cuenta, pero se lo hago.

De forma que al día siguiente me decido y entro. En mi ingenuidad, pensaba que me recibirían al momento, pero no, una morena despampanante me informa de que es necesario tener cita previa, mientras sonríe flemática ante mi apremio.

Afortunadamente, un vistazo en el ordenador le permite buscarme "un huequito" para esa misma tarde. Se me ocurre que el hecho de que los supermercados lleven meses vendiendo turrón también me ha facilitado ese hueco en la agenda.

De cualquier modo, salgo de la oficina y acudo obediente a mi cita. Mi sonriente y morenaza amiga de recepción me indica una sala de espera que ya me gustaría a mí para el salón de mi casa. No falta de nada, tele de plasma, gramófono de anticuario, mobiliario fashion y una parroquia variopinta.

Están un par de gorditas como yo, repantingadas en sendos sofás de cuero, que comentan entre ellas cómo les va, intercambian recetas y que, al parecer, no se conocían de antes. Las amistades peligrosas.

Hay un señor muy serio que mira fijamente la misma página del periódico desde hace más de diez minutos, por lo que deduzco que se ha quedado catatónico o es muy vergonzoso. Efectivamente cuando otra sonriente señorita de blanco le llama por su nombre, se levanta como un resorte y sale dando zancadas hacia el pasillo.

Todo el rato suena una música suave, moderna, melosa, que invita a dejarse envolver en el sofisticado ambiente. Al levantarme del sofá para coger una Cuore con que saborear un poco de vitriolo anticlimax, detecto a una delgadísima esfinge perfectamente acomodada en un orejero gris plata. Luce modelito y bolso muy imitado de reconocible logotipo. Toda ella es glamour.

¿Toda? ¡No! Unas casi imperceptibles arruguillas atraviesan su frente marmórea, y otras desdibujan el perfil de unos labios algo más carnosos de lo adecuado para su fisonomía y edad. La he mirado con algo de descaro, y ella, altiva, me sostiene la mirada mientras tuerce un poco la sonrisa.

Como no nos conocemos, ambas estamos tranquilas. No hay daños colaterales.

Y poco a poco los asientos de cuero y las butacas de mullidos cojines se van ocupando y desocupando hasta   que llega por fin mi turno... La suerte está echada